Libro de Dion - 6 - El Hobron Point


6 – El Hobron Point

El capitán Gabriel Lawrence Bustos no es de la clase de personas que cae bien en la primera impresión. Ni en la segunda. Ni en la tercera. Es un tipo hosco, difícil de hacer amigos, aunque sus verdaderos amigos -que no pasan de dos- lo han sido después de tratarlo mucho tiempo. Dicen ellos que no hay nadie más leal que Gabriel. Cuentan que es tan leal que llegaría a sacar la ropa de su placard para que ellos puedan guardar allí sus muertos. Gabriel Lawrence Bustos es la persona que muchos querrían tener como confidente, pero nunca enfrentarlo.

         Los que tienen que lidiar todos los días con él es la tripulación de su barco. No es lo mismo estar en una oficina y tener que soportar a un jefe unas ocho horas por día. En un buque carguero las travesías pueden llegar a demorar varios meses. Eso hace que durante más de cien días la tripulación esté las veinticuatro horas a la orden de su capitán. Ellos lo conocen bien. Saben que es muy difícil contradecir una orden suya. Pero jamás se atrevieron a cuestionarlo. Sus órdenes siempre fueron precisas, exactas. Bustos es la clase de hombre que toda empresa de cargo quiere seleccionar como capitán de sus buques.

Nacido en la isla hawaiana de Maui muy cerca del puerto de Kahului, al mirar tantos buques desde niño, no quiso otra cosa que navegar en ellos. Se convirtió muy pronto en capitán de un carguero mercantil transportador de containers, con ruta desde Honolulu hasta Shangai en China. Desde ahí atravesar el Pacífico y llegar al puerto de San Diego, para luego volver a Hawaii. La empresa bautizó al carguero que capitaneaba con el nombre de un cabo de su ciudad natal: Hobron Point.

         Gabriel L. Bustos comienza un nuevo día con su rutina diaria: despertarse a las 4:25. Una rutina molesta, no para Bustos pero sí para el resto de la tripulación. Los dos tripulantes de guardia durante la noche recibieron a su capitán en el puente. Ni una palabra entre los tres, solo un gesto de levantar el pulgar como diciendo buen día, todo en orden. En total silencio, uno de ellos comienza a preparar un café y saca de una heladera algunas donas que han sido descongeladas. Gabriel Bustos se acomoda en su silla, y de su celular pone a funcionar la aplicación de música para escuchar su mp3 favorito de cada mañana: Ángel de la mañana, por Juice Newton. La costumbre matinal se repite
siempre y cuando el mar y el clima se presenten sin urgencias. Con el café en una mano y una dona en la otra, el capitán Bustos observa el océano Pacífico, apenas iluminado con las luces del Hobron Point y una luna que se desvanece lentamente. Faltan un par de horas para el amanecer.
Gabriel se siente tranquilo capitaneando su buque, en la ruta desde China hacia los Estados Unidos. Muchas veces piensa en sus colegas atravesando las rutas peligrosas del océano Índico. Un peligro que aumenta día a día en aquellos mares: los piratas. Ellos deben navegar sus mega transportadores totalmente a oscuras en la noche, y envolver la cubierta, cada baranda, cada acceso al barco con alambre de púa usando el peligroso alambre circular navaja. Así logran desanimar a los piratas modernos de abordar el carguero.
 Allá en el Pacífico no proliferaban los piratas, pero siempre había que estar alerta cumpliendo el protocolo de seguridad.



         Con un nuevo café en la mano, Bustos recorrió la cubierta y se apoyó en una baranda, cerrando los ojos para sentir la brisa y el frío. Se sintió vivo, y feliz, pues estaba haciendo lo que debía hacer estando en el lugar donde quería estar en el momento indicado. Si una de esas tres condiciones -tarea, lugar y momento- no era correcta, algo debía hacer para que las tres volvieran a armonizar. Solo la armonía mantenía en paz al capitán Gabriel Lawrence Bustos.
         En la mañana del 15 de agosto de 2012, con el mar en perfectas condiciones, con un viento frío del noroeste a 3 nudos, Bustos calculó que el Hobron Point debería recorrer más de 650 kilómetros a una velocidad promedio de 15 nudos, si todo iba bien y sin ningún imprevisto. Pero lo que sucedió ese mediodía no estaba en los planes.

         Desde el puente, con sus viejos prismáticos, Bustos observaba todo el océano que se presentaba en proa. Aunque los radares y otros aparatos electrónicos brindaban una información detallada de la situación, Bustos necesitaba el doble-chequeo manual. Su propio control. Era un día de sol, de nubes gruesas. El viento había aumentado a más de 10 nudos, y observaba las crestas rompientes de las olas. El pronóstico no indicaba un mar peligroso a pesar de ese viento que comenzaba a molestar. En sus prismáticos vio un destello blanco que le llamó la atención. No le pareció que fuera el reflejo de una ola. Enfocó los lentes en aquel punto, apenas perceptible en el horizonte. Bustos decidió salir y se afirmó en la baranda del pasillo exterior. El barco apenas se movía y pudo observar varios minutos aquel reflejo. Sin dudarlo tomó una decisión. Volvió a ingresar al puente.
         --Estoy viendo un cuerpo extraño, rumbo este noreste, distancia aproximada 15 millas. ¿Los radares detectan algo?
         El segundo oficial de puente se apresuró a verificar.
         --No, señor, no hay nada detectado.
         --Cambien rumbo este noreste. Nos aproximaremos hacia aquel punto –ordenó el capitán mientras miraba con los prismáticos.
         Los oficiales de puente se quedaron un segundo  estáticos, sorprendidos. Era la orden de cambiar la derrota. Ese tipo de cambio requería una situación especial, como un ataque enemigo o una fuerte tormenta. El oficial a cargo se acercó a su capitán.
         --Señor, ¿teme que sean piratas? En todo caso deberíamos seguir los procedimientos, avisar por radio de la situación en este mismo momento...
         Gabriel Lawrence Bustos bajó sus binoculares y giró la cabeza para mirar directo a los ojos de su primer oficial. Casi sin abrir los labios y con actitud severa volvió a ordenar:
         --Más le vale que en este mismo instante corrija el timón, oficial.
         Sin mediar ni siquiera una centésima de segundo, el subalterno comenzó a moverse.
         --Larkman, corrija posición inmediata hacia ENE –ordenó al segundo oficial, mientras se dispuso a avisar a la tripulación.
         Mientras los oficiales de puente maniobraban el Hobron Point, el capitán seguía observando con sus binoculares hacia el aquel destino.
         La imagen ahora era más clara. Lo que estaba mirando era una vela.

         Daniel Bramson, el primer oficial, buscó los prismáticos y se puso a la par del capitán. Bramson jamás había dudado de Bustos, pero aquella circunstancia lo incomodó, porque no veía ninguna condición para tener que alterar el rumbo. Pero cuando distinguió una vela totalmente desplegada en el horizonte, se calmó. Los piratas no navegan en veleros. Otra vez supo que su capitán había tomado una decisión correcta.

         A medida que el carguero se aproximaba, la tripulación sintió una suerte de asombro e incertidumbre. Lo que veían escapaba a lo que podrían esperar e imaginar sobre tal situación. Encontrar en el medio del Pacífico Norte, a miles de kilómetros de cualquier costa, una balsa construida sobre barriles plásticos y con elementos no convencionales para la navegación no era algo que sucediera a menudo, ni siquiera muy de vez en cuando. Y encima, ver en la cubierta de esa extraña balsa a un hombre con un raro sombrero, sentado displicentemente con una caña de pescar tratando de que algún pez mordiera su anzuelo, mientras los saludaba a la distancia meciendo de un lado a otro su brazo, decididamente etiquetaba la situación como bizarra.

--¿Yo estoy loco o ustedes también están viendo a ese tipo pescando en esa balsa del demonio? --preguntó Bustos mientras miraba atónito por los binoculares.
         Los oficiales, que también observaban, contestaron a dúo:
         --Nosotros también estamos locos, Gabriel.

         Encontrar a navegantes ermitaños perdidos en alta mar solía ocurrir. Hubo casos de navegantes que, al querer dar la vuelta al mundo, quedaron perdidos con sus veleros después de fuertes tormentas. O también de un caso que todos recordaban: un centroamericano que estuvo a la deriva un año y medio, logrando sobrevivir gracias a que bebió de su propia orina para no morir de sed. Pero este no era el caso. A aquel único tripulante de esa balsa del demonio -como lo definiera el capitán- se lo veía muy bien de salud y con una expresión de alegría mientras los saludaba. No era comparable con las historias que conocían.

         --Bien, pues llegamos hasta aquí y tendremos que ir hasta su balsa –dijo el capitán mientras comenzaba a caminar por el puente--. Es muy arriesgado maniobrar el barco para acercarnos. Bramson –señaló al primer oficial y dio una orden--: prepara el bote salvavidas. Iremos Larkman, un marinero que deberá ir armado por las dudas, y yo. No veo que haya peligro, pero deberemos tomar precauciones.





         El oficial a cargo hizo un comentario adecuado a la situación:
         --Capitán, lo conveniente en ese caso es que usted quede a cargo del Hobron y no baje en el bote.
         Gabriel L. Bustos sabía que Bramson tenía razón. Pero había algo en esa historia que su conciencia reclamaba que fuera él mismo en persona. Se acercó, y le apoyó el brazo en el hombro.
         --Sé que debería quedarme aquí, lo sé. Pero tomaré ese bote salvavidas. Bramson, desde este momento quedas como capitán del Hobron hasta que yo vuelva.

         Las maniobras en cubierta para bajar el bote se hicieron rápidamente y Bustos en persona condujo la embarcación hacia la balsa. A medida que se acercaba miraba con estupor lo bien que estaba construida, con materiales de desecho. Esa balsa está preparada para soportar fuertes tormentas, pensaba Bustos. Finalmente, el bote salvavidas se detuvo a unos metros. El capitán entonces abrió la compuerta y se asomó por la parte posterior. El marinero, que observaba todo desde  el interior, afirmó el fusil que llevaba, siempre esperando lo peor, aunque su capitán actuara de forma serena y natural.

         Bustos vio de cerca al hombre en la balsa que seguía sentado muy cómodo y tranquilo con la caña en su mano esperando que algún pez mordiera el anzuelo. Al capitán le pareció que no era un náufrago, sino un hombre que estaba disfrutando del lugar y el momento. Le hizo recordar sus pensamientos de niño, cuando soñaba despedirse de la orilla para penetrar en el universo de un océano infinito.  Navegar en una balsa de troncos con la única compañía de su perro, sin rumbo fijo, sin puertos, ni relojes, ni nadie que le diga qué tenía que hacer o qué no hacer. Por un momento ese loco pescador en su loca balsa personificó su fantasía de muchos años atrás. Entonces levantó la mano como señal de saludo. El pescador desde la balsa respondió el gesto.

         Desde el interior del bote, el segundo oficial Larkman miraba muy extrañado, mientras que el marinero sospechaba que todo eso era una trampa.
         --Larkman, cuidado –dijo el marinero sujetando con más fuerza el fusil en su mano--. Es una maldita trampa, lo sé. Es todo una escenografía, algo muy malo está por suceder.
         --¿Qué dices? Yo no veo ningún peligro.
         El marinero se movió con rapidez y abrió el ventanuco del bote salvavidas.
         --No se dejen engañar como chiquilines. ¿No ves que todo esto es irreal? Mira bien ahí debajo de la balsa. Juego mi pellejo que ahí debajo están esperando los piratas, o bien detrás de la casucha. Nos están apuntando con armas, pero yo seré el primero en disparar.
         Abrió el ventanuco y desde ahí apuntó al pescador a su cabeza. Iba a dispararle en cualquier momento.

         El capitán Bustos saludó al extraño.
         --¡Hola! --hizo una pausa-- ¿Puedes entenderme?
         El hombre de la balsa respondió hablando en perfecto inglés.
         --Ya no recuerdo la última vez que hablé con otro ser humano, pero evidentemente los sigo entendiendo. ¡Buen día caballeros! Llegan justo para el almuerzo. Alguna trucha nos podrá alimentar muy bien a los tres. --Volteó la cabeza hacia el bote mirando al hombre que lo apuntaba desde el interior--. Y tú, ¡deja de apuntarme y ven a ayudarme a poner la mesa!
         --¡Baja ese fusil ya mismo! --gritó Bustos hacia el marinero. Larkman en un instante le arrebató el arma--. Discúlpanos –se dirigió hacia el balsero--. Te hemos visto que nos hacías señales y por eso vinimos a rescatarte. Ya sabes.... Encontrar una balsa en medio del Pacífico Norte es una situación bastante extraña.
         --Depende de qué lado te ubiques –respondió el pescador--. Mucho más extraño es estar en esta cáscara de nuez, saludar un par de veces y que un gigantesco barco carguero te venga a buscar.
         El capitán y el oficial rieron y eso alivió la tensión. Luego el hombre de la balsa continuó hablando.
         --Bueno, debo reconocer que yo los llamé para que me vean, y doy gracias a Poseidón que lo han hecho. Como les dije hace mucho que no hablo con nadie, y las conversaciones con los peces no son algo muy entretenido. Ni siquiera las aves se acercan por acá.  –Hizo una breve pausa--. Y hablando de acercar...
         El balsero apoyó la caña en la cubierta y se puso de pie. Recogió una larga vara. Luego se la alcanzó al capitán para que se acercara. Bustos la sujetó con firmeza y comenzó a tirar. Despacio, el bote salvavidas se acopló a la balsa. De un salto la abordó y saludó.
         --Mucho gusto. Mi nombre es Gabriel Bustos, capitán del Hobron Point.
         El hombre de la balsa extendió la mano.
         --Muchísimo gusto. Mi nombre es Fraser. Howard Fraser, capitán del “Verde Esperanza”.
         Larkman también pasó a la balsa mientras que el marinero, ante la orden, quedó a bordo del bote salvavidas. Aunque había bajado el arma, se mantenía muy expectante.

         Bustos observó la balsa de proa a popa y se rascó la cabeza.
         --Vaya, por ser una balsa muy poco convencional, está muy bien construida.
         Debajo de su sombrero y de una tupida barba, el hombre que se hizo llamar Howard Fraser acotó mientras se acomodaba en uno de los bidones:
         --La verdad nunca he visto una balsa convencional. Pero tiene razón, está muy bien construida.
         El capitán del Hobron Point examinó cuidadosamente cada objeto. Nada le pareció que estaba ahí por azar. Aquella cubierta de madera le pareció haber sido un techo, con sus tirantes. Los bidones que la mantenían a flote estaban bien armados, sujetos con sogas, cables y alambres de acero inoxidable. Sobre la cubierta más bidones amarrados a caños que servían como asientos y protección. El mástil era un gran caño de PVC.




         Howard Fraser entró a la caseta ubicada en lo que sería la popa de la embarcación. Bustos vio que estaba hecha con material duro, tipo durlock. Observó además su interior en donde nada faltaba. Bien amarrados a los laterales había una especie de despensa con algunas latas, unas viejas bebidas y hasta libros en una biblioteca. Un catre, muchas frazadas, mucha ropa. A Gabriel Bustos se le llenó la cabeza de preguntas. Tal cual como a esos cientos de niños de Maui que en el día de visita recorren el Hobron Point atormentándolo con miles de por qué y para qué.  Ahora él mismo se hacía las mismas preguntas. En el momento en que abrió la boca para hacerle la primera pregunta, el barbudo capitán de “Verde Esperanza” salió de la caseta con la botella de un añejo whisky en la mano y algunos vasos, ninguno igual al otro, pero vasos al fin.
         --Ah... qué gran momento este. Tenía este viejo escocés esperando esta ocasión. No me diga Bustos que no puede beber por estar navegando. ¡Vamos, no sería digno de un gran capitán!
         Los tres hombres se sentaron en cubierta, a la sombra de la vela. Fraser comenzó a llenar los vasos.
         --Disculpen que no tenga a bordo los genuinos vasos de whisky, pero es todo lo que puedo ofrecerles. Una pena que no llegue a tener cuatro. El pobre tripulante que quedó en el bote deberá esperar. –Levantó el vaso--. Pues, ¡brindemos por el encuentro!
         Gabriel Bustos apenas dio un pequeño sorbo y comenzó a preguntar.
         --Howard, ¿ha naufragado?
         --Buena pregunta. ¿Soy acaso un náufrago? Bueno… No lo soy… Sí lo soy. No he perdido el rumbo. Sé por dónde estoy navegando. Soy un viejo lobo de mar y tengo mis instrumentos de medición. No, no podría decirse que soy un náufrago. Pero por otro lado sí. Ya he pasado algún tiempo en esta balsa y me pregunto para qué me lancé al mar. Si tuve una razón ya no la encuentro, o simplemente esa razón ha sido cumplida y no me he dado cuenta… Me he quedado en alta mar sólo observando el mismo horizonte en los cuatros puntos cardinales cada día. –Bebió un largo trago de whisky--. Supongo que aquél que nada espera de la vida podría llamarse náufrago.
         --¿Hace cuánto tiempo que está en el mar?
         El hombre que se hizo llamar Howard se sacó el sombrero, el largo pelo le cayó sobre su rostro. Se lo apartó y respondió.
         --No sé... no sé... meses, la verdad no lo sé. Ya no llevo la cuenta. Al principio contaba las lunas, las anotaba en mi bitácora. Llevaba todo en orden hasta que todo fue a parar al fondo del océano. Una tormenta casi da vuelta a Verde Esperanza. Volaron mis anotaciones, la bitácora, muchos de mis libros, y todos mis documentos. Perdí todo, hasta mi identidad. Okay, de todas maneras ya estaba cansado para seguir anotando datos que me eran inútiles.
         Bustos bebió otro sorbo de ese whisky. Quizás eso aflojó su lengua.
         --Loco Howard, ¿de dónde carajos has venido?
         --Ja jaaaa!!!!!!!!!!! –rio el barbudo--. Así está mejor, claro que sí. La última vez que pisé tierra firme fue la isla de Oahu.
         --¡Wow! ¿Así que eres hawaiano como yo? Pues, qué alegría.
         --Si, podría decirse que sí. Viví mucho tiempo en el archipiélago. Veo que ustedes vienen de allí. El nombre de su barco –señaló al carguero--, Hobron Point... Conozco bien Maui. Y la empresa en la que trabajan, Matson, viene de Honolulu. Allí donde estuve tanto tiempo...
         Tanto Larkman como Bustos levantaron una ceja al mismo tiempo, reconociendo todo lo que sabía aquel balsero. Howard continuó relatando.
         --Viví en grandes ciudades, muy grandes la verdad. Mucha gente, demasiada, se me hizo insoportable. Edificios interminables, calles infinitas... automóviles... autopistas... autómatas. Vi que todos éramos piezas de un engranaje. Un día me cansé, dejé todo, fui a Honolulu, a vivir a un lugar donde nadie me dijera qué tenía que hacer o qué no hacer.
         Gabriel Lawrence Bustos sintió un cosquilleo al oír aquellas últimas palabras. Aquel loco balsero se le hizo su otro yo. Se sintió feliz.

El hombre de largo cabello y barba continuó hablando.
         --Honolulu... hermoso lugar, me hizo muy bien. Recuperé energías, aprendí a construir embarcaciones. Conocí a una chica y nos fuimos al norte de la isla, a vivir a la bahía de Kuwela. Qué felices fuimos –hizo una pausa y bebió un largo trago de whisky--. Un día todo cambió. Siempre las cosas ocurren un día... un instante. Ella se fue. Si ella no estaba allí entonces yo no tenía por qué permanecer en Kuwela. Manejé mi Jeep por toda la isla recogiendo lo que encontraba en depósitos, en basurales. Bidones, cables, mamparas, ropa vieja, libros, botellas, rezagos. Construí esta balsa, que para mí se convirtió en un arca de Noé que me salvaría de morir si continuaba en la isla. Así fue que un día -siempre un día- me largué al mar a navegar, simplemente a navegar. No había otro motivo que sólo mirar el mar durante el día y las estrellas en la noche.
         Los dos hombres del carguero escuchaban muy atentos la historia. Larkman estuvo tentado de preguntarle si su chica lo había abandonado o se había muerto, pero el sentido común le indicó que se quedara con la duda.
         --Pasaron meses… un año.. ¿dos?  No lo sé...--continuó hablando Fraser--, pero creo que he llegado a un punto donde quiero volver. Durante muchos días, como hizo Noé, he largado mi paloma pero siempre regresaba con su pico vacío. Pero un día -siempre un día y ese día es hoy- la paloma regresó no con una hoja de olivo sino trayendo un bote salvavidas... ¡Ja jaaaa!!!!!! --se rio de su propia humorada y levantó el vaso como señal de brindis.
         Los tres hombres se pusieron de pie. Gabriel Bustos apoyó su brazo sobre el hombro del balsero.
         --¿Quiere venir con nosotros?
         El barbudo Howard Fraser, que durante muchos años se hizo llamar Dion Belfeld, sonrió con una alegría sincera.
         --¿Me llevan? --respondió.
         Bustos también se sintió feliz, pues estaba haciendo lo que debía hacer estando en el lugar donde debía estar y en el momento indicado.

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