Libro de Dion - 5 - Astrolabio


005 – Astrolabio

Aquella mañana sumó uno más. La cuenta llegó a siete. Se cumplía una semana desde que había revivido.  Una semana de soledad, mar, vientos fríos, plásticos, olores nauseabundos a los que no podía acostumbrarse. Una semana de buscar incansablemente esa vasija que debía colgar de su cuello. Dion organizaba sus salidas diarias a través de las colinas de escombros y plástico para buscar la vasija de la que dependía su buena salud... Esas semillas que le permitían mantener su cuerpo en perfecto estado a través de los siglos. Quizás la encuentre colgada por ahí o flotando al lado de una botella, pensaba con cierto optimismo forzado sabiendo que era casi imposible. De todas maneras, quedaban por adelante muchos años de buena salud, hasta que el poder de esas semillas dejara de actuar.

         Pero el tiempo no era tan generoso. Aquella isla de basura se volvería pronto muy insegura. Su primer proyecto fue transformar el Evergreen en una balsa. Los containers son aptos para muchas cosas. Están diseñados para la protección total de los productos que deben transportar.
 Todo el comercio por vía marítima de productos manufacturados se transporta en esas cajas de hierro, y las empresas no pueden perder sus bienes tan sólo porque el barco transportador se hunda. Por eso los contenedores pueden flotar, para poder luego ser rescatados. Esto se ha convertido en algo peligroso, pues muchas embarcaciones han chocado contra esas cajas de hierro y tanto veleros como yates han naufragado por esta causa.

         Dion Belfeld desechó la idea de convertir el Evergreen en una balsa, sobre todo porque mantener flotando semejante estructura le costaría demasiado esfuerzo. Aparte -y no era un detalle menor- no era ideal que lo encontraran viviendo en el container. Comenzó entonces a diseñar una balsa, que luego bautizaría “Verde Esperanza”.

         Materiales había de sobra. Aunque alcanzarlos no le fue tarea fácil. Las grietas avanzaban sobre la isla y muchas veces tuvo que lanzarse al mar para conseguir partes que le fueran convenientes para el armado de la balsa. Consiguió acopiar bidones de plástico de más de 200 litros que le proporcionarían sostener a flote el enorme techo de madera que rescató de los restos de una casa antes que el mar se la llevara. La ola del tsunami había barrido la zona costera de Sendai, zona de barcos, de yates, de pescadores. Por lo tanto estaba lleno de materiales que Dion aprovechó. Lamentable fue no dar con una embarcación en buen estado, pues le habría ahorrado el trabajo de tener que armar su propio astillero, allí al lado de su container-casa. Tampoco le quedaba mucho tiempo al Evergreen de estar bien apoyado, pues pronto el movimiento del agua desencajaría la estructura llevándose el container hacia el mar. Dion esforzó su cuerpo durante unos días recogiendo cuerdas, cables, caños, neumáticos y herramientas que fue encontrando.


        

En tres días de duro trabajo la balsa “Verde Esperanza” estaba lista para ser botada. Una estructura de más de seis metros de eslora con una manga de casi cuatro metros se deslizó hacia el mar sobre una precaria grada. Los ocho bidones mantuvieron a flote la improvisada balsa. El techo de madera se convirtió en la cubierta que sostenía una caseta armada con mamparas. Un caño de PVC logró ser el mástil del cual colgaba una gran vela, dotada de una lona que seguramente había sido la vela de algún velero hundido en el océano. Cuerdas y cables hicieron el trabajo de sujetar todo. Una vez en el mar, y amarrada al Evergreen, Dion verificó que la balsa fuera segura. Una vez en alta mar ya no podría volver a buscar materiales. Por ello almacenó una vela de repuesto, algunos caños y otros bidones. Las tormentas pegaban fuerte sobre esa zona. El frio había que combatirlo como sea. No importaba la cantidad de abrigo que llevara, nunca le sería suficiente. La comida debía ser abundante, pero llevaba una caña de pescar que lo salvaría. Su encendedor haría el fuego sobre cubierta para asar al mejor atún que pudiera conseguir.

         Todo estaba listo para partir. Sólo había un pequeño detalle que ajustar. ¿Hacia adónde?

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         --Kassos, sostén firmemente el astrolabio y observa aquella estrella por la mirilla. ¿La puedes ver?
         El niño, tieso como estatua, afirmaba aquel aparato metálico con su brazo en alto, mientras miraba la estrella a través de las mirillas de una de las agujas que iba acomodando con el otro brazo.
         --Sí...sí... ¡Ahí la veo! --exclamó entusiasmado.
         --Bien hecho. No muevas el aparato. Fíjate los grados que marca en la graduación –requirió su padre.
         El hijo obedeció. La marca señalaba 16°.
         --Acá dice... --el pequeño leía la graduación sobre el contorno del disco-- 16, un poco más quizás.
         Su padre le acarició la cabeza y tomó el astrolabio.
         --Muy muy bien, hijo. Ya sabes cómo determinar la graduación de la estrella. --Ante la atenta mirada de Kassos, dio vuelta el instrumento y movió el disco con extrañas figuras caladas--. Con estos valores podremos saber muchas más cosas como la hora, el camino de las estrellas en la cúpula celeste, la posición en donde nos encontramos, la latitud, y muchísimos datos que sirven para la navegación.

         Apoyó ese tremendo aparato sobre la mesa. Kassos comenzaba a escuchar a su padre hablar con palabras extrañas como grados, latitud, y fabulosos nombres que le daba a las estrellas.

         --La que has visto se llama Antares, pero mira ahí arriba, ese techo que está encima nuestro. Es una cúpula hermosa, ¿no lo crees así? Yo no me canso de mirarla, noche tras noche es un espectáculo distinto, aunque sean siempre las mismas estrellas las que brillan. Ahí puedes ver a Polaris, ella nos dirá dónde está el norte y será tu guía el resto de tu vida. Observa bien, ¿puedes ver las figuras?

         Kassos miraba lo que miraba su padre, pero solo veía luces brillantes, algunas más que otras, pero solo eran puntos luminosos.

         --Sólo tienes que jugar a unir los puntos con líneas y comenzarás a ver imágenes gigantescas. Las han llamado constelaciones. ¿Ves aquellas tres, bien brillantes? Pues forman el Cinturón de Orión. Allí puedes ver al cazador gigante sosteniendo su espada y su escudo. Mira, nuestra historia está allí arriba y nos observan cada noche. El poder de Orión y sus perros de caza, su enemigo el Escorpión, las Pléyades y sus hermanas las Híades.... --hizo una pausa y cerró los ojos como mirando todo el cosmos en su interior--. Cada noche ellos me cuentan historias que no puedo ni quiero olvidar. Ellos saben de dónde venimos, donde estamos y hacia dónde vamos. Todo lo que hagamos acá es insignificante. Somos tan poca cosa, tan minúsculos... Nada que podamos hacer acá en la Tierra, por más grande que sea, llegará a desviar un solo rayo de luz de alguna estrella. Es tan magnífico lo que hay ahí arriba que nos hace míseros. Hay tanto misterio allí arriba que nunca podremos llegar ni siquiera adivinar. Pero Kassos, recuerda esto: todo el cosmos es vida. Nosotros acá en la Tierra somos parte de esa vida. Nosotros pertenecemos al universo, a cada estrella, a cada planeta. Somos parte de este cosmos, y estamos tan lejos pero tan cerca que hace que el universo esté adentro nuestro.


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         --Claro, padre Cosmo. ¿Cómo podrías llamarte de otra manera? Todo el universo está adentro nuestro, y tú siempre serás mi estrella –dijo Dion levantando los brazos desde su balsa.

         Durante las noches anteriores, Dion había construido un astrolabio precario pero efectivo. Noche tras noche tomaba nota de las posiciones de los astros. Ayudado por su brújula determinó el lugar exacto donde se encontraba y hacia dónde iban flotando los restos de un pueblo que el océano había desvalijado una semana atrás.





           El Pacífico, como un saqueador huyendo con su botín, llevaba los restos de Sendai hacia el este transportándolos por la corriente marina de Kuroshio.
El navegante conocía bien esa corriente y a su continuadora: la gran Corriente del Pacífico Norte. Debía entonces tomar otra dirección, navegar hacia el sur, para encontrar las rutas comerciales con el fin de que algún buque mercante lograra rescatarlo y llevarlo a tierra.



         El sol y el viento helado fueron testigos silenciosos de la zarpada de una balsa de madera y plástico, alejándose de una isla de horror y muerte. Dion no miró hacia atrás. A su espalda quedaba el container de la empresa Evergreen, pero ya no había nada en su interior. Antes de zarpar, Belfeld tiró todo lo que durante días y días lo había acompañado. No debía correr el riesgo de que, si aquel contenedor llegara a alguna costa, se descubriera que alguien había vivido allí dentro... leyendo libros. Mejor era no dejar huellas de nada.

Se acomodó el sombrero de mimbre para que le diera sombra a sus ojos, izó la vela que engordó en pocos segundos, y partió. 

Atrás quedaron los miles de gritos mudos que seguían chillando en el silencio, voces que retumbarían en el navegante griego por mucho tiempo.

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