Libro de Dion - 2 - La isla del horror
Capitulo 2
“La isla del horror”
Después
de un tiempo imposible de medir, abrió lenta...suavemente los ojos. El sol finalmente traspasó sus párpados, y
fue lo primero que vio. El dolor que
sintió fue tal que los cerró y -por instinto- reaccionó tapándose la cara con
las manos. Fue entonces que cobró
consciencia de un dolor intenso que embargaba todo su cuerpo... se sentía oxidado, como si no hubiera movido
ni un solo músculo en mucho tiempo. Se
quedó quieto, respirando profundamente durante algunos minutos hasta que volvió
a abrir los ojos, levantó despacio sus manos… tan despacio -como pudo- como
tratando de espiar qué había ahí detrás.
Dion Belfeld vio que todo estaba al revés, pues el cielo estaba abajo.
Tardó unos instantes en darse cuenta que su cuerpo
estaba cabeza abajo, casi totalmente. Un
mareo muy pesado lo dominaba, no sabía si eso era estar vivo, pero sabía que lo
estaba. Estar muerto no era una
posibilidad, no por ahora. Intentó
ponerse de pie y enderezarse, pero algo lo contuvo: lo sujetaba el arnés que
seguía adherido a una de las barras que continuaba fijada al barco. O mejor dicho... a lo poco y nada que quedaba
del Horus. El resto... había
desaparecido.
Con movimientos torpes logró desabrocharse del
arnés y trató de caer suavemente, cosa que no resultó. Su cabeza dio contra un hierro y las piernas
le hicieron perder el equilibro dando una vuelta entera sobre sí mismo bastante
despatarrada. Tal como cayó, se quedó...
tirado un rato, respirando despacio, tratando de inspirar más hondo y de
enderezarse lentamente.
Levantó la cabeza apenas y a medida que se
incorporaba, comenzó a visualizar un poco más allá... Lo que vio, no lo había
visto jamás, y eso que Dion vio muchas cosas.
Todo lo que lo rodeaba era el caos propiamente dicho, restos de lo que
sea, restos de todo.
La primera sensación fue la de estar en un gran
basural, o en un centro de reciclado, cuya superficie llegaba hasta donde su
vista alcanzaba. Lo rodeaban plásticos, baldes, juguetes de niños, televisores,
botellas, una manguera, una pared de durlock, harapos, latas, envases.... Más
allá restos de construcciones de madera. Le pareció ver un automóvil o lo que
quedaba, un enorme tanque más lejos.
Una superficie de desperdicios, los restos de
todo. Un gran basural que espera la
quema, pero esto era mucho más que eso: era el cementerio de una ciudad.
Entonces llegaron los recuerdos. Como un libro que va desempolvándose y a
medida que se sopla el polvo de sus páginas puede leerse lo que dice, fue así
como Dion lo recordó.
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Manejaba su Honda a toda velocidad para llegar a la
estación, para que su mujer y su hijo pudieran subir a ese último tren hacia la
salvación. El último tren que se detendría en esa estación, antes que toda esa
estructura desapareciera.
Recordó estar manejando en forma descontrolada
hacia el puerto donde amarraba al Horus. El accidente, las vueltas del auto y
el salir corriendo. Se recordó pasando a través de un campo, dando pasos cada
vez más rápidos hasta llegar a su barco y salir a toda máquina para enfrentar
al tsunami. Volvió a ver esa pared de dimensiones gigantescas de aguas negras
cayendo sobre su barco, quebrándolo en dos, y una parte del casco reventando
sobre su cabeza.
Después, la nada. Los recuerdos terminaban allí.
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Torpemente -aún en estado de somnolencia- logró
incorporarse y se liberó del arnés. Luego desmontó la mochila de su espalda, y
lo primero que hizo fue tomar agua de la botella. Estaba deshidratado, y rápidamente bebió todo
su contenido.
Un olor -tan intenso como repugnante- lo asqueó
produciéndole arcadas. Algo orgánico
estaba muy descompuesto. Quiso vomitar, pero no pudo... ya que nada de alimento
quedaba adentro de su cuerpo. Fue cuando
vio los huesos. Estaban a pocos pasos de lo que quedaba del casco del Horus.
Eran los huesos de un brazo, todavía con los restos de una polera, pero
desprendido del resto del cuerpo. No fue lo único que encontró. Eso lo espabiló
por completo y pudo ver el horror. Restos humanos descompuestos por el calor,
partes desgarradas, carne y huesos. Vio un cuerpo sin cabeza, un cráneo
gritando ayuda en silencio. Se le presentó el mismo horror que había visto
muchas veces antes, en guerras, en catástrofes...
Y él seguía
vivo. Comprender eso hizo que manoteara su cuello.
—¡La vasija! —gritó al darse cuenta que el collar
había desaparecido. Respiró pausado
tratando de normalizarse. Ya había pasado por esa sensación antes, esa vivencia
traumática de volver de la muerte. Ahora estaba vivo y lo estaría hasta dentro
de cuarenta años. Una vez más las semillas mantuvieron sus células vivas,
regenerando todo su cuerpo.
Se apoyó haciendo fuerza contra lo que parecía ser
una mesa, o el resto de una. Dion aún no se sentía lo suficientemente
fuerte. Continuó observando ese
cementerio de horror, mirando tan lejos como pudo, para encontrar vida, sea
humana o de otro animal, pero nada vivo divisó en ese basural.
Sus células regularizaron sus funciones al cabo de
una hora y el documentalista de Nat Geo recuperó por completo sus sentidos. Fue
cuando percibió la sal flotando y olfateó aquel aire inconfundible: olió el
mar.
La gran masa de basura era una isla flotando en el
medio de un mar calmo, azul y tranquilo. No había ni siquiera una estela en el
océano, ni una gota de viento. La amalgama de basura, escombros, automóviles,
algunos techos, artefactos, cuerpos humanos descompuestos, carnes putrefactas y
tendones aún pegados a los huesos, todo aquello constituía una isla de horror
flotando en el océano. Una isla artificial donde sus componentes heterogéneos
se unían como un rompecabezas de horror y putrefacción. Dion repitió la
sensación de vomitar, pero sólo fue una arcada que lo obligó a inclinar su
cuerpo.
Dion, que había escogido el apellido Belfeld,
comenzó así una vida de Robinson Crusoe en una isla donde en lugar de arena
había botellas, en lugar de árboles, antenas, en lugar de vegetación, ruinas.
La isla, como una jangada de muerte, se movía a placer de las mareas y
corrientes.
Debía encontrar alimento, por lo tanto, comenzó a
caminar entre la basura y la peste. La primera meta era encontrar agua dulce.
La sed no llegaría a matarlo, pero lo dejaría inconsciente. Necesitaba beber.
Hurgó dentro de unos cajones para felizmente encontrar botellas aun cerradas.
Destapó una y bebió agua, haciéndolo lentamente esta vez. Sintió el líquido
volver a recorrer su cuerpo... Fue
juntando todas las botellas y latas que encontraba conteniendo agua, jugos,
gaseosas. Lo importante era estar hidratado.
También comenzaba a tener hambre y buscó algo que
le sirviera para pescar. No encontró una cuerda de nylon, pero logró armar una
tanza con un cable y para el anzuelo le sirvió una aguja a la que logró
encorvar. Como carnada preparó restos de unas galletas que los mezcló con una
carne maloliente. Ya tenía algo para atrapar un pez... así que decidió subir a una plataforma que le
sirviera para lanzar la línea y acomodarse más seguro. Trepó por el techo de
una casa, que aún se conservaba intacto. Solo el techo, la casa ya no existía.
Mientras llegaba a la cima, pisó mal, resbaló y cayó rodando unos metros,
tapado entre escombros y plástico. Su cabeza dio contra algo duro y el dolor
fue grande. Fue cuando se encontró con un nido de ratas.
Las ratas habían sobrevivido. Estaban tan
hambrientas como él, casi moribundas. Se lanzaron hacia Dion tratando de morder
carne. Él reaccionó a tiempo y las ahuyentó con su brazo. Una rata de gran
tamaño clavó sus dientes en un tobillo y Dion gritó de dolor. En la
desesperación, agitó su pierna, pero la rata estaba prendida. Fue peor, ya que
una segunda rata más excitada comenzó a morder su pierna. La sangre comenzó a
fluir y a salpicar todo. Agarró lo primero que encontró: un caño de PVC de una
cañería destrozada, y golpeó con furor sobre su pierna, varias veces mientras
seguía gritando. El dolor le era insoportable y comenzaba a desvanecerse. Una
de las ratas murió por un golpe y la otra escapó. Dion comenzó a trepar
saliendo de esa cueva y - en la desesperación - se sujetó a vidrios y maderas
astilladas que lo lastimaron todavía más. Alcanzó la superficie y se recostó
contra el techo del cual había caído. Miró su tobillo y pierna. Sonrió, pues
vio cómo la carne se recomponía y cerraban sus heridas. En pocos minutos curó
completamente, sin un rasguño ni cicatriz. Cerró los ojos y respiró hondo. Supo
entonces que él no era el único ser vivo en esa isla de horror.
Sobre aquel techo -lo único que quedaba de una gran
vivienda- Dion observó el entorno. La isla de basura comprendía un área que
llegaba hasta el horizonte. Dos o tres hectáreas, calculó el documentalista.
Alguna vez se había cruzado con una isla de esa naturaleza de plástico, goma y
desperdicios, pero nunca antes con una de estas características. Una isla
formada con los restos de alguna ciudad japonesa arrasada por el tsunami. Se
preguntó si los restos de su casa del sur de Sendai formarían parte de esa
isla. Todo aquello flotaba formando extrañas figuras delineadas por la voluntad
caprichosa de agua y viento. Nada era firme en aquella superficie. Un paso en
falso y caigo al mar, pensó Dion.
Lentamente se puso de pie y comenzó a gritar tan
fuerte como pudo. Un alarido que eclipsó el murmullo de viento y mar. Un grito
de ayuda, desesperado, pero un grito de desahogo. Nadie respondió. Dion
esperaba escuchar al menos un ladrido de un pobre perro atrapado. Pero nada
respondió. Simplemente volvió a oír el mar chocando contra el plástico y el
viento a su espalda, zumbando. Alcanzó ver, a tan solo un centenar de metros,
más escombros flotando formando otra isla artificial. Y un poco más allá, otra.
Entonces comprendió que se hallaba en un
archipiélago de basura, navegando en el Pacífico, lejos de todo, hacia ningún
lugar.
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