Libro de Dion - 4 - Tiempo de pensar
004
– Tiempo de pensar
Mientras recordaba sus días en
el mar Egeo quedó completamente dormido, sentado con los brazos apoyados en su
falda. Dion tenía muy poca energía, y debía cuidarla como un convaleciente
después de una compleja cirugía de horas en el quirófano. Había forzado su
salud al límite después del proceso de recuperación de aquella mañana.
Unas horas después, el relaje muscular
lo tumbó y despertó con un golpe en su cabeza. La noche era total y el frío
comenzaba a doler. Con cuidado, trepó hasta la abertura del container y se
deslizó en su interior. No era cosa fácil descender por esa superficie
inclinada. Dion había acomodado todo para dormir en forma horizontal y
permanecer abrigado.
La primera noche fue sólo silencio.
Apenas podía escuchar el murmullo del mar golpeando los escombros. Aquel
susurro fue como una canción de cuna para Dion Belfeld y volvió a dormir
profundamente.
Cuando despertó, trepó hasta la
abertura del container. Estaba
anocheciendo. Observó el crepúsculo mientras pensaba si había dormido todo un
día o mucho más de veinticuatro horas. Esa noche la luna fue su compañera y
ayuda. Iluminaba radiante cada rincón por donde caminaba. No era una caminata
normal, pues luego de dar dos pasos seguidos debía trepar, saltar y arrastrarse
entre restos de lo que sea.
Siendo Kassos -en sus primeros años de
juventud cuando era solo el griego navegante- había visto mucha sangre,
miseria, muerte. Los siglos lo convirtieron en un hombre impermeable, acostumbrado
a toda clase de horrores y amigado con la soledad. No hubiera podido ser
Centinela durante tantos siglos si no soportara la soledad y aceptara el
horror.
Los restos de su ciudad barrida por el
tsunami lo mantuvieron a flote y a salvo. Le causó gracia que tanta muerte le
brindara una mano para ayudarlo a sobrevivir. Allí, flotando en el medio del
océano sin un rumbo fijo, su ciudad lo proveía de abrigo, protección, calor,
alimento y agua. Encontró ropa, aun colgada en sus perchas. Encontró restos de
una alacena con innumerables latas de conserva, cientos de botellas de agua,
gaseosas dentro de sus máquinas expendedoras, golosinas, cervezas, y hasta
tabaco. Durante tres días Dion juntó todo lo que necesitaba para vivir al menos
cuatro meses. La enorme caja verde de Evergreen se transformó en su vivienda-container.
En su interior organizó todo en plataformas donde ubicó estantes, una cocina
conectada a una garrafa, hasta logró hacer funcionar un generador que lo
proveía de electricidad. Hubo espacio para una biblioteca con libros que iba
encontrando y que leía durante aquellos días y noches. Todo dentro de un
contenedor bastante inclinado para estar cómodo, pero que le brindaba calor y
seguridad.
Fue en una noche particularmente fría.
El viento helado barría los trapos, restos de techos, plásticos. Todo aquello
que carecía de firmeza comenzaba a volar por el viento que alcanzaba los 80 km
por hora. Un viento enemigo de la vida. Las
nubes iban apareciendo allá lejos en el horizonte oriental, trayendo tormenta y
electricidad. Esa noche las estrellas brillaban con su máxima potencia, pues no
había luna y el firmamento era un salpicado fantástico de luces estelares. Pero
Dion no se detuvo ni un instante para admirar aquello, pues el frío lo
congelaba. Ingresó al Evergreen, cerró firmemente el container, se abrigó con
varias capas de ropa y se acostó. Sólo se escuchaba el zumbido del viento
golpeando la estructura. El mar comenzó a temblar y la isla de basura comenzó a
moverse. El container no se movió, pues estaba bien encajado entre los
escombros. Dion sabía que si el viento aumentaba su fuerza y con ráfagas de más
de 100 km/h, el piso podía ceder. Pero estaba seguro. Sabía que los
contenedores fueron diseñados para flotar. Condición indispensable para impedir
que la mercadería termine en el fondo del mar si el carguero naufragara. Si
aquella isla de basura llegara a desintegrarse por un huracán, Dion volvería a
ser el capitán pero de un barco con una forma de prisma rectangular color
verde.
El viento no cesó, sino que aumentó su
fuerza. Dentro de la enorme caja además del zumbido del viento, unos tremendos
golpes comenzaron a retumbar desde uno de los laterales del container.
Terribles golpes como si alguien ahí afuera estuviera golpeando la pared con
una barra pesada. No eran golpes metódicos, simplemente ocurrían a intervalos
desiguales. Primero fueron dos tremendos impactos, luego de casi dos minutos,
otro más. Pasaron varios minutos más cuando Dion escuchó el siguiente, esta vez
más fuerte que los anteriores. Tenía los ojos abiertos, pero nada podía ver. La
oscuridad era total dentro del container. Luego de ese golpe Dion se atemorizó.
Podía ser alguien golpeando ahí afuera en la tormenta, tratando de entrar.
Recordó aquellos hombres gigantes que viera alguna vez en una isla de
Indonesia. Dion decidió quedarse y
sujetarse con ganchos y sogas al piso. De repente todo enloqueció. Un nuevo
estruendo, un golpe terrible que hizo vibrar todo el interior, y de repente lo
que podía llegar a suceder, sucedió. El piso de escombros cedió y el Evergreen
se sacudió. Pensó que el golpe había quebrado el lateral. Un ruido interminable
de cosas cayéndose, libros, estantes, botellas, utensilios. De todo lo que
había acomodado en esos días, nada quedó en su lugar. El container cambió de
posición. Dion sintió que el piso se venía abajo. De hecho, fue exactamente lo
que pasó. Luego de un minuto, el Evergreen detuvo su caída y quedó
completamente horizontal. Afuera, el viento seguía soplando con fuerza, pero no
hubo ningún otro golpe. Durante horas Dion permaneció sujeto con las sogas
hasta que calmó el viento y todo fue silencio.
Se levantó tanteando y buscó una
linterna. Las pocas baterías bastaron para iluminar. La estructura estaba
increíblemente intacta. No había rastros de abolladuras, ni grietas. Verificó
que el container estaba firme. Debía
adaptar todo para comenzar a vivir en una posición normal. Pensó que después de
semejante baile, algo bueno había resultado: todo se había nivelado.
Salió al exterior a la mañana
siguiente. Verificó que el container estaba bien apoyado y en perfecto nivel.
No vio fisuras ni desprendimientos en el terreno. Luego fue a verificar qué
había producido semejantes golpes durante la tormenta. Se acercó despacio, como
calculando la aparición de algo inesperado. Lo que vio lo sorprendió. No había
una sola huella, ni una abolladura, ni algo que pudiera haber chocado contra el
Evergreen. Recordó a todos aquellos que lo habían ayudado en su larga vida.
--Gracias Nereo –dijo mientras extendía
sus brazos al mar--. Otra vez me has ayudado... Tanto te debo, viejo Dios de mi
Egeo.
--Ven, Kassos, siéntate a mi lado.
El pequeño se acomodó junto de su
padre, los dos mirando hacia el mar Egeo desde lo alto de una piedra en la isla
de Kithnos. Cosmo, su padre, tenía entre sus manos un extraño disco metálico
repleto de dibujos, líneas, agujas. Le fascinó esa belleza metálica y ver al
padre maniobrar ese dispositivo.
--¿Qué es eso? –le preguntó mientras
estiraba su mano para tocar ese aparato.
Cosmo detuvo el brazo de su hijo.
--No lo toques. Podría moverse un disco
y debería comenzar otra vez. --El padre leyó una parte del plato metálico y
luego miró a su hijo--. Son las 7 de la tarde, ya deberías estar en casa para
cenar y dormir.
Kassos abrió bien grande sus ojos
azules.
--¿Puedes saber la hora con ese
aparato?
--Este aparato se llama astrolabio. Es
un instrumento que he traído de otra isla y doy las gracias a quien lo haya
inventado. Apuntando hacia aquella estrella –le dijo mientras señalaba al astro
en el firmamento- podemos saber la hora. Pero no sólo la hora, sino que nos
dirá en dónde nos encontramos, la latitud, y otros datos que nos serán de mucha
utilidad en la navegación. Tómalo con cuidado.
Le entregó el aparato a Kassos. Al niño
le pareció que el astrolabio pesaba como una gran piedra y lo observó con una
mirada que brillaba mientras llegaba la noche.
“La primera computadora, hace más de
dos mil años...” pensó Kassos, ahora llamado Dion. “Qué maravilla de
instrumento...”. Se acomodó sobre un tanque que estaba tumbado. “Ahora no tengo
ni un sextante conmigo, pero sí la brújula que llevo atada en mi mochila”. Observó el mar mirando el sol que subía
trayendo algo de calor. Dion tenía frío a pesar de toda la ropa que llevaba
puesta, pero aquellos rayos de la mañana lo abrigaron. Se tocó el mentón y se
quedó un rato largo mirando hacia el horizonte.
--Llegó el tiempo de pensar... Ya estoy
ubicado, ya estoy preparado para afrontar por lo menos cuatro meses. Llegó el
tiempo de pensar hacia dónde voy a ir...
Sus pensamientos comenzaron a tejer una
serie de planes y de cómo extremar los cuidados.
Primero debía saber en qué posición se
encontraba, saber longitud y latitud. Averiguar hacia dónde se dirigía la isla
de basura, si es que estaba flotando a merced del viento o bien navegando sobre
alguna corriente. Luego trazar un mapa. Conocía a la perfección las rutas
marítimas del Pacífico. Su idea era interceptar una de esas rutas para poder
ser rescatado por un buque mercante.
Los cuidados comenzarían después de ser
rescatado. Dion no debía dar a conocer su condición de ser casi un inmortal, ni
dar pistas sobre la labor de un Centinela, y mucho menos tener que hablar sobre
los portales. Por eso mismo comenzó a planear que, una vez cerca de una ruta
marítima, se desprendería de la isla de basura. Optó por la idea que lo
encontraran como un navegante solitario y no que lo ubicaran en la isla como un
sobreviviente del tsunami. Durante sus viajes, Dion había encontrado más de una
vez a navegantes que tripulaban en soledad pequeñas embarcaciones durante meses
en alta mar. No sería de extrañar que él fuera uno más de esos aventureros
románticos de la soledad y la sal.
Pasó esa mañana sentado en aquel tanque
observando el movimiento del mar y estudiando cada metro cuadrado de la isla de
basura. La tormenta había dejado huellas profundas. El oleaje y el viento
agrietaron la superficie y la isla se iba separando en varios bloques. Caminar
se haría cada vez más difícil, aumentando considerablemente el peligro de caer
en el agua ante cada paso. Dion pensaba la manera de permanecer a flote.
Apenas el sol asomó en el horizonte, el
niño Kassos se alejó por un sendero que nacía en el astillero y se perdía entre
las rocas y el mar. Algunas horas más tarde, su padre Kassos siguió aquel
sendero. No tuvo que caminar demasiado para encontrar en el piso maderas y
sogas desparramadas, algunos troncos destruidos y aserrín. Su hijo estaba ahí,
sobre unas rocas al lado del mar, con un entusiasmo envidiable golpeando con un
martillo los clavos sobre una madera.
--¡Kassos! ¿Qué estás haciendo acá?
El niño, de apenas unos 5 años recién
cumplidos, giró su cabeza para mirar a su padre.
--¡Cosmo! --gritó el nombre de su
padre--. Hola padre, disculpa que haya tomado prestado algunas cosas del
astillero. Ya te las devolveré.
--Pero... --Cosmo se rascaba la
cabeza--, ¿qué es todo esto? ¿Acaso quieres construir un barco?
--Te corrijo: una balsa. ¿Ves aquella
isla ahí enfrente? --Kassos señaló una isla que se encontraba a pocas millas de
distancia--. Bueno, ahí quiero llegar con mi balsa.
Cosmo examinó lo que había comenzado a
construir su hijo. Revisó aquellos troncos, las cuerdas, los nudos, los clavos.
--Ante la primera ola que choque contra
tu balsa, no va a quedar ni un tronco en su lugar –acarició la cabellera rubia
del niño--. Ven, yo te enseñaré cómo se hace.
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Dion revolvió con su mano los cabellos
de su cabeza, algunos seguían rubios y otros muchos ya eran grises.
--Gracias padre una vez más. El niño ha
crecido y aprendió tus lecciones. Es hora que el viejo Kassos comience a
fabricar una nueva balsa.
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