Libro de Dion - 1 - Dion
Raros
Encuentros
Capitulo 1
“Dion”
Se enteró antes que nadie. Supo que el
lugar iba a ser arrasado.
Nadie imaginaba lo espantoso
por venir, aún a pesar de los sacudones que habían hecho temblar la zona con
registros de 7 grados. Aún antes de que
los sensores de las estaciones sismológicas registraran un movimiento de 9,2
grados en las placas submarinas. Aún
antes... de que se anunciara que el tsunami llegaría a la costa de Japón.
Dion se enteró antes que nadie y lo
primero que hizo fue poner su familia a salvo.
Mediodía del 11 de marzo de 2011. Dion Belfeld trabajaba en el Horus - su barco
equipado para la investigación de la vida marina-, amarrado en un pequeño club
náutico en la costa de Honshu. Enterado
de lo que iba a ocurrir, no desperdició ni un segundo : aseguró las amarras del
Horus y rápidamente corrió hacia su
automóvil mientras sujetaba firme aquella pequeña vasija que siempre llevaba
colgada de su cuello. Camino a su casa,
pasó por la escuela y tras una corta discusión con el rector del
establecimiento, se llevó a su hijo Shoun.
Se fue manejando a velocidad excesiva, mucho más de la permitida, en
tanto Shoun -con el cinturón colocado en el asiento de atrás- no hizo
preguntas. Dion detuvo el Honda y sin
detener el motor entró a su vivienda.
Lana ya lo esperaba lista para partir con angustia en los ojos y un
pequeño bolso de mano, pues había recibido el breve mensaje de su esposo en su
celular. Ni Lana ni Shoun cuestionaron
la situación. Dion arrancó el Honda hacia la estación ferroviaria de Sakamoto
mirando el camino... pero con un ojo puesto en el espejo retrovisor para
memorizar los rostros amados.
La vida en la prefectura de
Miyagi transcurría con la calma y el orden habitual de la vida japonesa. Nadie
se había enterado del peligro.
Estación de trenes de
Sakamoto. Una parada apacible, pequeña,
rodeada de vegetación, a metros de la costa.
El tren llegó puntual a los once minutos pasados de la una de la tarde.
Dion dijo adiós a su familia sin demoras en una despedida, quizás
definitiva. Un abrazo fuerte, un beso a
cada uno y un hasta muy pronto. Lana y
Shoun subieron al tren que partió llevándolos hacia tierras más altas, a
lugares seguros.
Dion regresó manejando por las rutas estrechas
de Miyagi en las afueras de Sendai. Por primera vez traspasó semáforos en rojo,
y no sintió culpa al cometer varias infracciones de tránsito. Manejó a máxima
velocidad rumbo a la costa.
El automóvil se estremeció
durante un segundo. Un fuerte movimiento de la tierra sacudió el Honda, pero
Dion no frenó. Experimentado en maniobrar durante movimientos telúricos,
presionó el acelerador. El movimiento de la tierra fue algo más fuerte que los
acostumbrados sismos de 3 grados promedio en la zona. A los pocos minutos el
locutor de la radio comenzó a divulgar la noticia de un sismo de magnitud 9 en
el mar, a más de 100 km de la costa. El terror comenzó a materializarse. Lo que
todos sabían que podría ocurrir, iba a ocurrir. Un gigantesco tsunami llegaría
a las costas en poco tiempo.
El desorden y el caos que
produjo una ola de gente, automóviles, y todo tipo de rodados, anticiparon la
ola gigante del maremoto. Los kilómetros que separaban a Dion de su barco
Horus, fue una distancia imposible de transitar, a contramano de todos. Cientos
de autos coparon la ruta desplazándose por las dos manos. Dion tuvo que
desviarse a la banquina varias veces, pero un camión que iba descontrolado hizo
inútil la maniobra desesperada e instintiva para poder esquivar el
encontronazo. El Honda tumbó y rodó más de veinte metros hacia abajo en vueltas
imposibles de contar. La probada seguridad del vehículo mantuvo intacto a Dion
Belfeld. Al concluir la caída el auto no era más que un montón de hierros
retorcidos. El airbag protegió al conductor. Sin perder la calma, y sin un solo
rasguño, Dion se incorporó. Antes de comenzar a correr hacia el Horus, verificó
que en su cuello aún colgaba la vasija. Entonces Dion corrió a toda velocidad
hacia el náutico.
Vio a los pobladores
desorientados, y vio otros que continuaban con su vida ordinaria. Quizás no
enterados de lo que estaba por suceder, o simplemente no reaccionando ante el
fuerte sonido de las alarmas. Dion no tuvo tiempo para detenerse y explicarles.
Aquellos habitantes, viejos ya del gran Sendai, conocían los coletazos de la
tierra, y no temían. Habían visto maremotos, y ninguna ola jamás alcanzó sus
viviendas. Pero Dion sabía que esta vez superaría todos los registros.
Corrió por las marinas haciendo
equilibrio mientras el pasillo se sacudía de un lado a otro, como tratando de
expulsarlo hacia el mar. Llegó al Horus, que se balanceaba sobre un mar
convulsionado. De un salto por la popa subió a cubierta. En la cabina buscó los
primeros auxilios, una botella con agua, algo de alimento compacto y otros
elementos que consideró necesarios en caso de naufragio. Colocó todo en una mochila y la sujetó a su
espalda.
Liberó las amarras y puso proa
hacia el este. El barco, de dimensiones robustas, era un verdadero laboratorio
de investigación, equipado con alta tecnología capaz de estudiar la vida
marina, y sobre todo, llegar a lugares poco frecuentes. Dion Belfeld trabajaba
como free lance para varias publicaciones, entre ellas Nat Geo, vendiendo
documentales fílmicos y fotografía de la más variada especie marina. Lo que
destacaba al investigador y documentalista Belfeld eran sus estudios sobre
fosas naturales, cuevas sorprendentes en donde vivían extrañas razas de aves y
animales jamás vistos antes, conviviendo en ambientes sólo imaginados por
autores de fantasía y ciencia ficción. Cuevas y lugares como si fueran de otro
planeta, ubicados donde nadie hubiera imaginado: centenares de metros debajo de
la superficie del mar. Los documentales de Belfeld se vieron en todo el mundo.
Dion fue varias veces galardonado con premios internacionales. Su obra era tan
sorprendente y enigmática como su propia persona. Nunca había acudido a una
ceremonia para recibir un premio, como tampoco había aceptado entrevista
alguna. El nombre de Dion Belfeld se hizo mito, pues muchos comenzaron a dudar
de su existencia. Se decía que era un invento de un equipo que deseaba
permanecer en el anonimato. Se decía que todo era un fraude, que los
documentales eran un faque sólo para impresionar y atrapar a la
audiencia. Dion nunca había aparecido en cámara y en las filmaciones sólo se
escuchaba su voz en off. Tampoco sabían del lugar donde vivía. Por eso, el
Horus semejaba a un viejo remolque por fuera, ocultando su verdadera esencia.
Mediante un arnés que él mismo
había diseñado, sujetó su cuerpo con dos tirantes flexibles hacia una doble
estructura de caños construidos con materiales de extrema dureza y capaz de
flotar. Dion utilizaba esta forma de sujeción cuando debía trabajar en mares
enfurecidos y con vientos cercanos a los cien kilómetros por hora.
Con los motores a toda
potencia, el Horus enfrentó al horizonte marino, como un jinete solitario
galopando hacia las filas de un ejército enemigo cubriendo todo el frente.
Dion se aferró al milagro de poder cruzar la
línea de la ola gigantesca que se acercaba a una velocidad de casi trescientos
kilómetros por hora. Llevó la potencia al límite, aún sabiendo que el motor se
iba a fundir, pero era la única esperanza. Creyó que iba poder superar el
tsunami, o atravesar la ola por debajo, como un surfista traspasando la onda marina. Pero en sólo un
segundo, su optimismo tan mínimo como efímero, se enfrentó al más pesado y
contundente pesimismo.
Dion vio emerger una pared que oscureció todo
el cielo, cubriendo todo el ancho del horizonte. Una pared de agua que avanzaba
a una velocidad escalofriante. Un murallón de muerte de más de cuarenta metros
de altura lo iba a arrasar en un instante.
Todo lo que hizo Dion fue
sujetarse al arnés con fuerza y también presionar su collar...y en un instante,
la nada. El Horus se inclinó hacia arriba en forma vertical, mientras su proa
se sumergía en la ola. Un instantáneo crack, y el barco se partió en dos. Sus partes comenzaron a girar sin sentido
debajo del agua...y sobre el agua. El
tsunami pareció jugar con las partes del Horus, hasta que su fuerza lo
convirtió en pedazos de hierro, madera y fibra de vidrio.
La ola arrastró cuanta
embarcación encontró en el camino, y al llegar a la costa, todo se convirtió en
espanto. La velocidad del tsunami disminuyó, pero la masa de agua no se detuvo.
Todo a su paso fue arrasado. Primero fueron los muelles, las construcciones
costeras, la costa desapareció. El agua arrastró viviendas, automóviles, embarcaciones,
y entre los restos llevó la vida de
hombres, mujeres, niños, animales. Gritos ahogados, desesperados,
aullidos, gritos gritos y más gritos. Todo ese sonido de horror fue taponado
por un ruido ensordecedor jamás oído antes en la región: el estruendo de agua,
barro, hierro y escombros en un caos de destrucción que desmoronaba todo a su
paso.
Un tren que marchaba sobre el
mismo ramal que una hora antes había salvado la vida de Lana y Shoun, fue
arrollado por el agua y desapareció de la vista en un instante. Todo el
terraplén de las vías fue destruido.
Una carretera atascada por
miles de autos quedó sepultada bajo esa masa negra de muerte en menos de
treinta segundos. El nivel del agua
aumentaba. Muchos salvaron su vida trepando lomadas y árboles que aún
resistían.
El mar avanzaba sobre la vida.
Un mar enfurecido, demoníaco, hambriento e insaciable. Un mar vengativo,
impartiendo justicia a su manera. Un mar que por años fue amigo, fue anfitrión,
fue compañero, fue paz, belleza, musa de artistas y poetas, fue proveedor de
alimento, de riquezas. Un mar que fue permisivo con aquellos que se
aprovecharon de él y de la vida que protegía en su interior, aceptando sin
quejas que balleneros, pescadores y asesinos sin escrúpulos se enriquecieran a
costa suya. Un mar que un día de marzo de 2011 dijo basta y se vengó de
pecadores y justos, impartiendo castigos a quien lo merecía y a quien no.
La naturaleza siempre es
imparcial, siempre es dura...
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