Libro de Dion - 3 - Recordando Kythnos
Capitulo
3 – Recordando Kythnos
En
aquella isla de basura -formando parte de un archipiélago compuesto por los
restos de un Japón mutilado por un tsunami varios días atrás-, Dion Belfeld
comenzó a aplicar el ingenio como pudo, para sobrevivir. Rodeado de cadáveres,
el olor comenzaba a ser nauseabundo, intolerable. Pero no era la primera vez
que se enfrentaba a una situación semejante. Dion ya había experimentado
¨el sobrevivir¨ en un ambiente donde la
vida había desaparecido por completo.
Fue
en un campo donde lo único que había... eran moscas y aves carroñeras buscando
desgarrar cuerpos mutilados. El campo de
sangre donde –tras 14 días de encarnizada batalla-, no hubo vencedores ni
vencidos...pues ninguno había logrado salir vivo. Ninguno… salvo él, y miles de cadáveres de
humanos y caballos. Aquel campo se
convirtió en desierto, a más de cien kilómetros de la civilización más cercana.
Comenzó a buscar agua y comida, teniendo que luchar con su espada contra
buitres que, desesperados de hambre, lo atacaban permanentemente para comérselo
vivo. Caminó durante un día entero mientras los cadáveres entorpecían su
paso.... El sol quemó su piel, y su rostro era un entramado de grietas. Tan
maltrecho estaba que sus células demoraron casi dos días en recomponer su
salud.
Aquella vez logró salir de ese infierno, pero
después de un prolongado sufrimiento.
Recordó
otro escenario semejante. Ocurrió esa vez en un barco en medio de un océano,
también lejos de todo. La tripulación completa había muerto por una extraña
intoxicación que no pudieron curar. Dion fue el único sobreviviente.
Fue
también en lo alto de una cordillera, cuando cayó por un desfiladero. Demoró
años en poder salir. Fue también en tantas otras, donde Dion nunca se dio por
vencido.
Ahora,
esa isla de horror le presentaba un nuevo desafío.
Primero lo primero: alimentarse.
Después se preocuparía por el resto. Con su mochila en la espalda, comenzó a
recorrer la superficie de basura buscando un lugar donde asentarse. Debería
estar cerca del mar, tener protección del sol y de ser posible aislarlo de las
ratas, insectos y reptiles que seguramente habría por toda la zona.
No
demoró mucho en encontrar un contenedor de la empresa Evergreen. Estaba sujeto
entre hierros retorcidos en una posición realmente incómoda. El container
estaba inclinado hacia arriba, a unos 45° y la entrada estaba en la parte
superior. Dion pudo ver que una de las puertas estaba abierta. Trepó con cierta
dificultad. Desde la parte de arriba, se agachó para asomarse y poder
visualizar el interior. Tras un examen rápido determinó que era un buen lugar
para quedarse. Debería limpiar el interior de escombros y bastante basura, pero
el lugar era apropiado para pasar los días y noches por venir.
Regresó
a los restos del Horus, el que fuera su barco-hogar largos años, y recogió lo
que creyó necesario para la supervivencia, incluidas varias botellas de
policarbonato muy resistente con reservas de agua potable. Poco a poco fue
acomodando el container, limpiándolo, construyendo en forma precaria una
escalera y nivelando el interior para poder reposar y descansar en forma
horizontal.
El anochecer lo encontró manipulando
los restos de una antena. Con un hilo de nylon armó el cordel, con la ayuda de
su cortaplumas suizo y un metal blando armó un anzuelo, entonces el aluminio de
la antena se convirtió en una práctica caña de pescar.
En un momento Dion levantó la cabeza, miró
el mar y por primera vez en aquel primer día de una nueva vida, el hombre
milenario llenó sus pulmones y exhaló el aire. Lo hizo muy despacio,
relajándose, dejándose llevar por el momento mágico del crepúsculo, con esa
singular fotografía del sol desapareciendo en el mar, con sus últimos rayos
desvaneciéndose en el horizonte. Una foto que había visto millones de veces,
pero que le recordaba que siempre hay un final, que siempre hay una despedida y
un hasta mañana si Dios quiere.
El
sol poniéndose sobre el mar Mediterráneo fue el primer crepúsculo que recordó
haber visto en su vida, siglos y siglos en el tiempo, allá en su Grecia natal.
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El mar Egeo, con ese azul
inconfundible, con las islas decorando ese paisaje paradisíaco, con la isla de
Kythnos, pero sobre todo con su familia, que fue donde de niño Kassos aprendió
los valores de la naturaleza. Esos valores inalterables y nobles que le
sirvieron para los siglos por vivir. Kassos fue el cuarto hijo de una familia
de siete hermanos, todos varones. La niña nunca nació a pesar de los deseos de
sus padres, Cosmo y Dyna. Pero la niña llegó, la hermosa Selena, siendo el más
preciado regalo que recibiera la familia por parte de la hermana de Dyna, y que
la familia adoptó como la octava maravilla del mundo.
Su padre, hombre de mar, corpulento,
curtido de sol y sal, enseñó a sus hijos la profesión del mar: la pesca, la
navegación, el secreto de las embarcaciones. Cosmo era una personalidad de
referencia en Merihas, el puerto más relevante de la isla. Allí él era el
primero entre los navegantes, guiando el comercio con la cercana Atenas y el
puerto de El Pireo.
Cosmo era también el pescador que más conocía
los secretos de la vida marina y presidía el Consejo de Pesca de Merihas. Fue
también maestro en escuelas de la isla y sobre todo se especializó en la
ingeniería de la construcción naval. Cosmo enseñó a sus hijos cómo diseñar un
barco, qué madera elegir, cuál brea colocar, cómo seleccionar el hierro de los
clavos, y a confeccionar herramientas. También les enseñó a observar las
estrellas y saber leer el mapa estelar. Creó un astillero que fue apoyado por
el gobierno de la ciudad de Kythnos, la capital de la isla homónima. Los siete
hermanos comenzaron a trabajar en el astillero, pero Kassos (hoy Dion...) fue el
que puso el mayor interés en el asunto.
Tanto
fue así que apenas se levantaba, con diez años cumplidos, corría hacia el
astillero y ayudaba a todos y hasta daba indicaciones. A los doce diseñó un
barco que construyó con sus propias manos... y fue una fiesta en Merihas cuando
el barco fue bautizado. Todo el pueblo estuvo presente esa mañana, hasta el
propio gobernante de la polis de Kythnos y su ejército. La fiesta fue un hito
en la isla, pues un varón de quince años llamado Kassos hijo de Cosmo, fue el
constructor naval más joven del que había registro. Kassos brillaba con luz
propia y todas la niñas estaban enamoradas hasta de su sombra, pero en todo
aquel día -silenciosamente- el joven organizó su partida. En el final de la
fiesta, Kassos brindó y agradeció a todos.
Especialmente a su padre, que lo saludó entre llantos. Al atardecer de
aquel magnífico día, subió al barco con una tripulación de cinco hombres y
partió rumbo al oeste. Desde la costa, el pueblo y su familia lo despidió
mirando esa foto del crepúsculo, con el sol desapareciendo en el mar, con la
nave y las velas desplegadas, navegando hacia el infinito, observando el
desvanecimiento de ese barco que el mismo Kassos llamó Horus.
Kassos
volvió a la isla treinta y cinco años después.
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